Desde hace años, compagino mi actividad profesional como actriz, con la de cuentacuentos, destinados siempre a niños y niñas. Al contrario de lo que pueda creerse, la técnica interpretativa del actor es distinta a la del narrador oral, aunque ambos tengan un punto convergente ineludible: la verdad escénica.
El actor, está sometido a una disciplina técnica que implica memorización textual, coordinación temporoespacial con el resto de actores y actrices del espectáculo, así como la necesidad de una cierta simbiosis con los elementos escenotécnicos. Todo ello supone un ejercicio de repetición en cada ensayo o representación, para componer un espectáculo uniforme en su conjunto, según las líneas de acción técnicas e interpretativas marcadas por el director.
En el caso de la narración oral la memorización textual, por lo general, no solo no requiere de la misma precisión, sino que esta puede suponer un corsé contraproducente dada la casi imprescindible proximidad del espectador. Dicha proximidad permite al narrador poder percibir sus reacciones, necesitando ejercitar la capacidad de reorientar el mecanismo de la narración sin romper el hilo conductor de la misma, según lo pida el auditorio de forma directa, en el caso de los niños, o indirecta, en el caso de los adultos. Por otra parte, el narrador suele ser su propio director y dramaturgo desde el momento en que necesita reinterpretar personalmente el cuento, pues sólo él se enfrentará a la historia, aportándole sus cualidades potenciadas y minimizando sus defectos.
Pero, diferencias al margen, ambas técnicas interpretativas precisan de una condición sine qua non: la capacidad del actor o narrador de vivir real y sinceramente una situación y transmitir al espectador esa vivencia en toda su dimensión, vivir y hacer vivir, emocionarse y emocionar.
Al escribir Agua de Coco, no fui consciente en ningún momento de estar construyendo un texto escénico, ni siquiera pensé que pudiese ser leído con intención meramente literaria. No tuve presente, por tanto, un público concreto como receptor de su lectura y mucho menos como espectador de su puesta en escena. La posibilidad escénica de Agua de Coco surgió después, de la necesidad personal de aunar en un solo espectáculo la experiencia de las dos técnicas mencionadas, tremendamente útiles en mi continua formación interpretativa y, sobre todo, del deseo de experimentar junto al espectador una vivencia especial, rompiendo la barrera escenario – patio de butacas para compartir el espacio sagrado de la escena, utilizando incluso lugares atípicos para su realización, así como ampliando la posibilidad del pleno disfrute sensorial por ambas partes, más allá de la vista y el oído.
Esta conjunción de técnicas necesitaba, pues, la dirección de una persona capaz de guiar interpretativa y técnicamente y de forma precisa a la actriz, y controlar sutilmente la espontaneidad de la narradora, marcar concienzudamente la expresión textual y orientar con rigor y libertad la narración; una persona capaz de equilibrar el contraste entre lo poético y lo vulgar, entre la contención dramática y el impulso cómico y viceversa, entre el realismo mágico y el surrealismo absurdo…
Mi grandísima suerte es disponer de esa persona y que, además, me conozca tan bien. Por eso, Agua de coco dejó de ser un proyecto personal desde el mismo día en que Antonio Saura creyó que podía tener resolución escénica, pasando a ser un proyecto íntimo de dos, sencillo en forma y complejo en intención, de enriquecedor proceso y sorprendente resultado, que nos ilusiona tanto o más que cualquier otro espectáculo de Alquibla.
Desde hace años, compagino mi actividad profesional como actriz, con la de cuentacuentos, destinados siempre a niños y niñas. Al contrario de lo que pueda creerse, la técnica interpretativa del actor es distinta a la del narrador oral, aunque ambos tengan un punto convergente ineludible: la verdad escénica.
El actor, está sometido a una disciplina técnica que implica memorización textual, coordinación temporoespacial con el resto de actores y actrices del espectáculo, así como la necesidad de una cierta simbiosis con los elementos escenotécnicos. Todo ello supone un ejercicio de repetición en cada ensayo o representación, para componer un espectáculo uniforme en su conjunto, según las líneas de acción técnicas e interpretativas marcadas por el director.
En el caso de la narración oral la memorización textual, por lo general, no solo no requiere de la misma precisión, sino que esta puede suponer un corsé contraproducente dada la casi imprescindible proximidad del espectador. Dicha proximidad permite al narrador poder percibir sus reacciones, necesitando ejercitar la capacidad de reorientar el mecanismo de la narración sin romper el hilo conductor de la misma, según lo pida el auditorio de forma directa, en el caso de los niños, o indirecta, en el caso de los adultos. Por otra parte, el narrador suele ser su propio director y dramaturgo desde el momento en que necesita reinterpretar personalmente el cuento, pues sólo él se enfrentará a la historia, aportándole sus cualidades potenciadas y minimizando sus defectos.
Pero, diferencias al margen, ambas técnicas interpretativas precisan de una condición sine qua non: la capacidad del actor o narrador de vivir real y sinceramente una situación y transmitir al espectador esa vivencia en toda su dimensión, vivir y hacer vivir, emocionarse y emocionar.
Al escribir Agua de Coco, no fui consciente en ningún momento de estar construyendo un texto escénico, ni siquiera pensé que pudiese ser leído con intención meramente literaria. No tuve presente, por tanto, un público concreto como receptor de su lectura y mucho menos como espectador de su puesta en escena. La posibilidad escénica de Agua de Coco surgió después, de la necesidad personal de aunar en un solo espectáculo la experiencia de las dos técnicas mencionadas, tremendamente útiles en mi continua formación interpretativa y, sobre todo, del deseo de experimentar junto al espectador una vivencia especial, rompiendo la barrera escenario – patio de butacas para compartir el espacio sagrado de la escena, utilizando incluso lugares atípicos para su realización, así como ampliando la posibilidad del pleno disfrute sensorial por ambas partes, más allá de la vista y el oído.
Esta conjunción de técnicas necesitaba, pues, la dirección de una persona capaz de guiar interpretativa y técnicamente y de forma precisa a la actriz, y controlar sutilmente la espontaneidad de la narradora, marcar concienzudamente la expresión textual y orientar con rigor y libertad la narración; una persona capaz de equilibrar el contraste entre lo poético y lo vulgar, entre la contención dramática y el impulso cómico y viceversa, entre el realismo mágico y el surrealismo absurdo…
Mi grandísima suerte es disponer de esa persona y que, además, me conozca tan bien. Por eso, Agua de coco dejó de ser un proyecto personal desde el mismo día en que Antonio Saura creyó que podía tener resolución escénica, pasando a ser un proyecto íntimo de dos, sencillo en forma y complejo en intención, de enriquecedor proceso y sorprendente resultado, que nos ilusiona tanto o más que cualquier otro espectáculo de Alquibla.