LA VERDAD de Murcia, 20 de noviembre de 2011
Antonio Arco
EMOCIONANTE, ESPECTACULAR
Antonio Saura dirige, en el Teatro Circo de Murcia (TCM), un montaje de ‘La casa de Bernarda Alba’ que cuenta con un trabajo interpretativo de gran impacto
Calificación: Muy interesante.
Gritan un poco más las condenadas -qué buen trabajo que hacen y qué emocionante, pueden sentirse muy orgullosas-, y se quedan afónicas perdidas las ocho actrices; se entregan un poco más al espectáculo dirigido por Antonio Saura -un gran espectáculo, en fondo y forma, ¡enhorabuena!- y se caen muertas de agotamiento en escena. Ocho muertas de puro gusto que les ha dado dar vida, a golpes de latidos y látigo, y cubrirlas de carne, de miedo, de rebeldía, de frustración, de llanto y de poesía, a las mujeres solas de ‘La casa de Bernarda Alba’ -este nombre no se te olvida jamás- de Federico García Lorca (tampoco lo olvidas). Se vacían las ‘bestias’ en el escenario, se emocionan de verdad, se asustan de verdad, se envidian de verdad, se admiran de verdad, se vigilan todo el tiempo. Sufren y se abrazan, sufren y se incordian, sufren la tortura áspera de la amarga y amargada madre, y provocan lástima y ternura; las sigues con la mirada, tú también las espías. Nadie está libre de caer en la misma trampa mortal que ellas: el miedo, la ausencia de libertad, la frustración, el rencor, la dominación. Una de ellas se rebela, se enfrenta al ‘tirano’, y muere.
Se entregan todas ellas al público -han reventado la taquilla del Teatro Circo de Murcia (TCM)- abiertas en canal, como lo harían, si pudieran, en los brazos ardiendo de Pepe el Romano, símbolo del deseo (in)satisfecho, la libertad anhelada, la huida, el futuro. Lo dice Bernarda Alba, maldita sea su estampa, a propósito del pueblo en el que viven encerradas ella, su madre loca y sus cinco hijas, de luto atroz, consumiéndose: «Maldito pueblo sin río, pueblo de pozos, donde siempre se bebe el agua con el miedo de que esté envenenada». Ella sí que es un veneno: lento pero seguro. También para sí misma: sin amor, es un muro de piedra sobre el que no cesa de llover y de hacer frío.
«¡Silencio!», exige Bernarda Alba, que ordena y manda, aniquila toda compasión y esperanza, y convierte su casa en un lugar casi tan inhabitable y espinoso como la habitación-infierno en la que Sartre sitúa, para que se devoren eternamente, a sus tres personajes de ‘A puerta cerrada’. Los personajes de Sartre son asesinos, las hijas de Bernarda viven condenadas al absurdo por deseo de la madre, inflexible así arda Troya un millón de veces.
En este montaje -muy sobrio en la elegante producción, inquietante, poético, riguroso, y tendente a la ópera en algunas de sus espectaculares imágenes-, Bernarda pide ‘¡silencio!’ pero sus hijas le hacen menos caso que nunca. Y gritan -aquello es a veces una jauría humana, una batalla campal contra la insatisfacción y la opresión, un alarido que parece surgir del fondo del Génesis-, porque Antonio Saura ha renunciado, a propósito, a todo susurro y recogimiento para luchar, con aire de Titán, contra la enrevesada acústica del hermosísimo Teatro Circo -el entregado equipo que dirige César Oliva estudia una solución-, cuyo inmenso escenario y alrededores utiliza con maestría como si se tratara de un siniestro campo de batalla, que se irá cubriendo de espanto al ritmo del tañido fúnebre de las campanas. Cuando las hijas de Bernarda salen corriendo hacia una libertad imposible, y suben por las escaleras que recorren las paredes de ladrillo del Teatro, el deseo de salir huyendo con ellas, de protegerlas y de plantar cara a la ‘fiera’, se dispara en el espectador, metido de raíz en el corazón del drama, que se comprende y se vive, te zarandea y te conquista. Y te nutre.
El resultado del trabajo de todos los que han hecho posible este montaje -¿qué hará Saura con él cuando lo representen fuera del TCM, en el que adquiere aires de gran acontecimiento y vuela muy alto?- es espléndido. Incluidos el eco que en la escena final parece llegar directamente de ‘Los fusilamientos del 3 de Mayo’ de Goya, un cierto riesgo de convertirse en algún momento en ‘Gorilas en la niebla’, y los grandes aciertos que arropan el quehacer de las intérpretes -todavía podría mejorarse en algún caso-, como la cuerda-serpiente que cruza amenazante todo el escenario, y que aporta un simbolismo a lo Rimas Tuminas muy potente. Ocho actrices, unas sillas rotas -en casa de Bernarda (Lola Escribano, de acero y carne) no hay forma humana de descansar en paz- y un suicidio brutal. Brutal: te desgarra la joven Allende García. La ovación, tremenda.
Calificación: Muy interesante.
Gritan un poco más las condenadas -qué buen trabajo que hacen y qué emocionante, pueden sentirse muy orgullosas-, y se quedan afónicas perdidas las ocho actrices; se entregan un poco más al espectáculo dirigido por Antonio Saura -un gran espectáculo, en fondo y forma, ¡enhorabuena!- y se caen muertas de agotamiento en escena. Ocho muertas de puro gusto que les ha dado dar vida, a golpes de latidos y látigo, y cubrirlas de carne, de miedo, de rebeldía, de frustración, de llanto y de poesía, a las mujeres solas de ‘La casa de Bernarda Alba’ -este nombre no se te olvida jamás- de Federico García Lorca (tampoco lo olvidas). Se vacían las ‘bestias’ en el escenario, se emocionan de verdad, se asustan de verdad, se envidian de verdad, se admiran de verdad, se vigilan todo el tiempo. Sufren y se abrazan, sufren y se incordian, sufren la tortura áspera de la amarga y amargada madre, y provocan lástima y ternura; las sigues con la mirada, tú también las espías. Nadie está libre de caer en la misma trampa mortal que ellas: el miedo, la ausencia de libertad, la frustración, el rencor, la dominación. Una de ellas se rebela, se enfrenta al ‘tirano’, y muere.
Se entregan todas ellas al público -han reventado la taquilla del Teatro Circo de Murcia (TCM)- abiertas en canal, como lo harían, si pudieran, en los brazos ardiendo de Pepe el Romano, símbolo del deseo (in)satisfecho, la libertad anhelada, la huida, el futuro. Lo dice Bernarda Alba, maldita sea su estampa, a propósito del pueblo en el que viven encerradas ella, su madre loca y sus cinco hijas, de luto atroz, consumiéndose: «Maldito pueblo sin río, pueblo de pozos, donde siempre se bebe el agua con el miedo de que esté envenenada». Ella sí que es un veneno: lento pero seguro. También para sí misma: sin amor, es un muro de piedra sobre el que no cesa de llover y de hacer frío.
«¡Silencio!», exige Bernarda Alba, que ordena y manda, aniquila toda compasión y esperanza, y convierte su casa en un lugar casi tan inhabitable y espinoso como la habitación-infierno en la que Sartre sitúa, para que se devoren eternamente, a sus tres personajes de ‘A puerta cerrada’. Los personajes de Sartre son asesinos, las hijas de Bernarda viven condenadas al absurdo por deseo de la madre, inflexible así arda Troya un millón de veces.
En este montaje -muy sobrio en la elegante producción, inquietante, poético, riguroso, y tendente a la ópera en algunas de sus espectaculares imágenes-, Bernarda pide ‘¡silencio!’ pero sus hijas le hacen menos caso que nunca. Y gritan -aquello es a veces una jauría humana, una batalla campal contra la insatisfacción y la opresión, un alarido que parece surgir del fondo del Génesis-, porque Antonio Saura ha renunciado, a propósito, a todo susurro y recogimiento para luchar, con aire de Titán, contra la enrevesada acústica del hermosísimo Teatro Circo -el entregado equipo que dirige César Oliva estudia una solución-, cuyo inmenso escenario y alrededores utiliza con maestría como si se tratara de un siniestro campo de batalla, que se irá cubriendo de espanto al ritmo del tañido fúnebre de las campanas. Cuando las hijas de Bernarda salen corriendo hacia una libertad imposible, y suben por las escaleras que recorren las paredes de ladrillo del Teatro, el deseo de salir huyendo con ellas, de protegerlas y de plantar cara a la ‘fiera’, se dispara en el espectador, metido de raíz en el corazón del drama, que se comprende y se vive, te zarandea y te conquista. Y te nutre.
El resultado del trabajo de todos los que han hecho posible este montaje -¿qué hará Saura con él cuando lo representen fuera del TCM, en el que adquiere aires de gran acontecimiento y vuela muy alto?- es espléndido. Incluidos el eco que en la escena final parece llegar directamente de ‘Los fusilamientos del 3 de Mayo’ de Goya, un cierto riesgo de convertirse en algún momento en ‘Gorilas en la niebla’, y los grandes aciertos que arropan el quehacer de las intérpretes -todavía podría mejorarse en algún caso-, como la cuerda-serpiente que cruza amenazante todo el escenario, y que aporta un simbolismo a lo Rimas Tuminas muy potente. Ocho actrices, unas sillas rotas -en casa de Bernarda (Lola Escribano, de acero y carne) no hay forma humana de descansar en paz- y un suicidio brutal. Brutal: te desgarra la joven Allende García. La ovación, tremenda.
LA OPINIÓN de Murcia, 19 de noviembre de 2011
TEATRO DESDE LAS ENTRAÑAS
Julia Albaladejo
Da igual que se haya visto una o mil veces sobre el escenario, que se haya leído, releído y que hasta se conozcan los diálogos de memoria. La casa de Bernarda Alba es una obra que sigue creciendo. Y ya van 75 años. Hermosa, poética, llena de verdad, de fuerza, de vida… como debe ser el teatro. No le dio tiempo a García Lorca a corregirla, a pulirla, y quedó como le salió de las entrañas, perfecta. Y Antonio Saura –al frente de Alquibla Teatro en este montaje que es la primera coproducción del Teatro Circo de Murcia, con las entradas agotadas para todas las representaciones- ha sabido aprovechar y potenciar un texto en el que no falta ni sobra nada; unos personajes, como decía Lorca, que llevan «un traje de poesía y, al mismo tiempo, se les ven los huesos, la sangre».
Explicaba Saura hace unos días que no había hecho antes La casa de Bernarda Alba porque a ‘sus’ actrices les faltaba madurez; una madurez que ahora pasean y demuestran sobre el escenario, donde se mueven con una ‘coreografía’ perfecta. Saura ha sabido aprovechar un espacio maravilloso y sacarle todo el partido usando cada rincón y hasta las escaleras laterales al escenario. Y las actrices corren de un lado a otro –tratando de huir de un luto que ahoga- sin ‘ensuciar’ nunca la escena, o comparten las tablas creando auténticos cuadros –con la ayuda de una buena iluminación-: desde su aparición, como fantasmas enlutados, hasta la hermosa canción, llena de ansias de libertad, de los segadores, o el desgarrador final. Y da igual a quien mires porque todas emocionan.
La sobria escenografía, con la soga siempre presente, y la puesta en escena se suman así, junto a una música desasosegante y casi siempre acertada –en alguna ocasión el texto de Lorca sólo admite el silencio-, a un texto que desgrana un elenco en el que inevitablemente destacan ‘la conciencia’ de la casa, Poncia (Lola Martínez), acertada hasta en los andares, y una Bernarda adusta, severa, por momentos cruel, pero nada excesiva y en la que solo se ve un rayo de debilidad cuando su madre aparece en escena –la locura es lo único que sabe que no puede controlar-. Y he de confesar que llegué al teatro algo temerosa, con la Bernarda que Nuria Espert –debilidad declarada- puso en escena el pasado año aún en la cabeza; y, sin embargo, su recuerdo se desvaneció ante la sólida presencia y el buen trabajo de Lola Escribano.
Esperanza Clares, Verónica Bermúdez, Toñi Olmedo, María Alarcón y Josefina Castillo. Todas están a la altura, pero sobre todos los personajes está la pasional Adela, un papel deseado por cualquier actriz, delicioso, lleno de fuerza y de matices, pero que puede llegar a devorar a quien no lo domina. Y la joven Allende García –un gran descubrimiento- combina delicadeza, inocencia y fuerza a la perfección, transforma el aire siempre turbio de la escena cuando aparece y emociona hasta las lágrimas –las mismas que ella misma no podía contener durante la ovación final, al igual que alguna de sus compañeras- con sus ganas de libertad. La liberad frente a la represión, los gritos frente al silencio, la pasión frente al miedo al ‘qué dirán’… Adela y Bernarda mantienen un pulso, tensan la cuerda –simbólica y real- hasta que se ‘rompe’, hasta llegar a un final que Saura ha sabido llenar de poesía y de belleza, a pesar de la dureza, y que no por conocido deja de emocionar.
Un final que, al igual que ocurre con el resto de la obra, martillea, sacude, conmueve y remueve. Que no pellizca, sino que golpea en la boca del estómago; que desasosiega y hasta quita el sueño -¿no les pasa a ustedes que les cuesta irse a la cama después de haber visto un buen espectáculo?-. Y uno solo desea, después de respirar al fin, sin esa presión en la garganta, después de largos y emocionantes aplausos, después de abandonar el teatro, aún algo atontado, volver a entrar para que le cuenten desde el escenario algo más sobre el alma –las entrañas- del ser humano, para volver a emocionarse, para volver a sacudirse las telarañas, para volver a vivir…
Y quien no ame la vida, que no vaya al Teatro Circo.
Explicaba Saura hace unos días que no había hecho antes La casa de Bernarda Alba porque a ‘sus’ actrices les faltaba madurez; una madurez que ahora pasean y demuestran sobre el escenario, donde se mueven con una ‘coreografía’ perfecta. Saura ha sabido aprovechar un espacio maravilloso y sacarle todo el partido usando cada rincón y hasta las escaleras laterales al escenario. Y las actrices corren de un lado a otro –tratando de huir de un luto que ahoga- sin ‘ensuciar’ nunca la escena, o comparten las tablas creando auténticos cuadros –con la ayuda de una buena iluminación-: desde su aparición, como fantasmas enlutados, hasta la hermosa canción, llena de ansias de libertad, de los segadores, o el desgarrador final. Y da igual a quien mires porque todas emocionan.
La sobria escenografía, con la soga siempre presente, y la puesta en escena se suman así, junto a una música desasosegante y casi siempre acertada –en alguna ocasión el texto de Lorca sólo admite el silencio-, a un texto que desgrana un elenco en el que inevitablemente destacan ‘la conciencia’ de la casa, Poncia (Lola Martínez), acertada hasta en los andares, y una Bernarda adusta, severa, por momentos cruel, pero nada excesiva y en la que solo se ve un rayo de debilidad cuando su madre aparece en escena –la locura es lo único que sabe que no puede controlar-. Y he de confesar que llegué al teatro algo temerosa, con la Bernarda que Nuria Espert –debilidad declarada- puso en escena el pasado año aún en la cabeza; y, sin embargo, su recuerdo se desvaneció ante la sólida presencia y el buen trabajo de Lola Escribano.
Esperanza Clares, Verónica Bermúdez, Toñi Olmedo, María Alarcón y Josefina Castillo. Todas están a la altura, pero sobre todos los personajes está la pasional Adela, un papel deseado por cualquier actriz, delicioso, lleno de fuerza y de matices, pero que puede llegar a devorar a quien no lo domina. Y la joven Allende García –un gran descubrimiento- combina delicadeza, inocencia y fuerza a la perfección, transforma el aire siempre turbio de la escena cuando aparece y emociona hasta las lágrimas –las mismas que ella misma no podía contener durante la ovación final, al igual que alguna de sus compañeras- con sus ganas de libertad. La liberad frente a la represión, los gritos frente al silencio, la pasión frente al miedo al ‘qué dirán’… Adela y Bernarda mantienen un pulso, tensan la cuerda –simbólica y real- hasta que se ‘rompe’, hasta llegar a un final que Saura ha sabido llenar de poesía y de belleza, a pesar de la dureza, y que no por conocido deja de emocionar.
Un final que, al igual que ocurre con el resto de la obra, martillea, sacude, conmueve y remueve. Que no pellizca, sino que golpea en la boca del estómago; que desasosiega y hasta quita el sueño -¿no les pasa a ustedes que les cuesta irse a la cama después de haber visto un buen espectáculo?-. Y uno solo desea, después de respirar al fin, sin esa presión en la garganta, después de largos y emocionantes aplausos, después de abandonar el teatro, aún algo atontado, volver a entrar para que le cuenten desde el escenario algo más sobre el alma –las entrañas- del ser humano, para volver a emocionarse, para volver a sacudirse las telarañas, para volver a vivir…
Y quien no ame la vida, que no vaya al Teatro Circo.
LA RAZÓN de Murcia, 19 de noviembre de 2011
Pedro Alberto Cruz
‘LA CASA DE BERNARDA ALBA’ SEGÚN ALQUIBLA